Me gusta La Muerte. —Permíteme elaborar. Muerte en mayúscula precedida de su artículo definitivo en femenino del singular. Como personaje, pues.Por ejemplo, me encanta dibujarla en mis cuentos. Aburrida y cansada. Quizá como la villana o sólo una responsable trabajadora que cumple cabalmente con sus obligaciones. A veces solitaria y melancólica. En otras ocasiones sarcástica o enojada. En uno de mis cuentos llega La Muerte y se sienta en la cornisa de un edificio, al lado de un presunto suicida que piensa saltar al vacío. Ella se queja de cómo los suicidas le echan a perder su agenda y le agarran las prisas. Cosas por el estilo. También me gustan los cráneos y calaveras caricaturizadas, La Muerte de la lotería mexicana o La Muerte elegante y coqueta que imaginó José Guadalupe Posada en sus grabados y que ahora es protagonista de una de mis festividades favoritas. Me gusta La Muerte.Quien me conoce sabe que no soy muy navideño. Para quien no me conoce: no soy muy navideño.El sábado 25 de diciembre del 2021, antes de que el sol abriera sus ojitos, salí a carretera rumbo a San José del Cabo para ver a mi Bendición y que me presumiera lo que le había dejado Santa en su arbolito. Apenas unos veinte minutos saliendo de La Paz, me arrebasó una camioneta del servicio médico forense. —Esa nunca es buena señal, —musité en voz baja para mí mismo.Disfrutaba al manejar de los podcasts que había programado para que me acompañarán durante el viaje, sin embargo no pude quitarme de la mente la camioneta blanca de la SEMEFO. De manera inconsciente iba buscándola en cada curva. Transcurrió una media hora más aproximadamente, por lo que supuse que tal vez hacían un traslado o quizá el personal regresaba a casa, un rato, antes de tener que recoger otro muertito. Pero no. De repente, en un tramo recto tuve que bajar la velocidad. Estaba despedazado un coche, cuál escena de película: un par de cuerpos descansaban sobre el helado asfalto serenado con la brisa del mar que fue testigo del accidente. Era una mañana fría, supongo que por eso estaban cubiertos. Iban. Venían. No lo sé. No llegaron a su destino, pero su destino sí los alcanzó a ellos. Aún me restaban 70-80 minutos de viaje y mi mente decidió no dejarlos sobre el camino. Así que esa imagen, pero más aún, las posibles historias alrededor de ellos, fungieron de copilotos.Todo ese tiempo no dejé de llorar. No lloraba a moco tendido, en un llanto sin control y doloroso, no. Simplemente no paraban de salir lágrimas de diferentes tamaños, intensidades y ciclos de lavado. El flotador de mis glándulas lagrimales se quedó pegado. Si bien no soy navideño, tal vez quienes fallecieron sí lo eran. O su familia. Sus amigos. Pero al final de toda posibilidad y como única certeza, ellos ya no estaban más en este plano. Quienes los esperaban, quienes recién habían estado con ellos, quienes los conocían, ellos iban a pasar una de las peores navidades de sus vidas —sino la peor—; eso hizo que me abrumara. Ayer lloré. Recordé por un instante esa fría mañana navideña. Hoy lo vacío aquí para liberarme de esa pena y la diluyo con la actual y mucho hielo. Pero tú lo lees casi dos meses después. Estaba en mi cueva cuando me avisaron que una persona con la que había convivido apenas unos días atrás, tuvo un accidente de carretera y no sobrevivió —junto con otra persona más—. Él —ellos— trabajaba en un proyecto que lo tenía muy emocionado y que sólo seguiría afianzando su larga trayectoria artística. Conviví con él algunas horas a lo largo de tres-cuatro días. Pero su impacto en mí le alcanzó para que su partida me partiera. Sus palabras, sus mensajes, sus consejos, su pasión, su energía. Lo sé, todos los muertos son buenas personas. —¡Ay, tan bueno que era! No quiero caer en ese cliché. Pero lo que le conocí, lo que le escuché, lo que le aprendí, se me quedó muy grabado.Reflexionando de manera póstuma, me doy cuenta que fui uno de los últimos que recibieron sus enseñanzas en ese pequeño e íntimo taller, el último que impartió. Lo efímero de nuestro paso en este mundo, lo breve de nuestras vidas, lo repentino de las partidas, todo eso hace que lo que él me dejó, se impregne con mayor intensidad. Como un tatuaje. Incluso raya en obligación. Me siento obligado a crear, ejecutar, liberar y dejar de perder el tiempo antes de que sea yo quien parta. Me gusta La Muerte, pero no la muerte.Todos los derechos reservados © 2022 Juan Carlos Pelayo Santos
El Ombligo del Ocio #57
El Ombligo del Ocio #57
El Ombligo del Ocio #57
Me gusta La Muerte. —Permíteme elaborar. Muerte en mayúscula precedida de su artículo definitivo en femenino del singular. Como personaje, pues.Por ejemplo, me encanta dibujarla en mis cuentos. Aburrida y cansada. Quizá como la villana o sólo una responsable trabajadora que cumple cabalmente con sus obligaciones. A veces solitaria y melancólica. En otras ocasiones sarcástica o enojada. En uno de mis cuentos llega La Muerte y se sienta en la cornisa de un edificio, al lado de un presunto suicida que piensa saltar al vacío. Ella se queja de cómo los suicidas le echan a perder su agenda y le agarran las prisas. Cosas por el estilo. También me gustan los cráneos y calaveras caricaturizadas, La Muerte de la lotería mexicana o La Muerte elegante y coqueta que imaginó José Guadalupe Posada en sus grabados y que ahora es protagonista de una de mis festividades favoritas. Me gusta La Muerte.Quien me conoce sabe que no soy muy navideño. Para quien no me conoce: no soy muy navideño.El sábado 25 de diciembre del 2021, antes de que el sol abriera sus ojitos, salí a carretera rumbo a San José del Cabo para ver a mi Bendición y que me presumiera lo que le había dejado Santa en su arbolito. Apenas unos veinte minutos saliendo de La Paz, me arrebasó una camioneta del servicio médico forense. —Esa nunca es buena señal, —musité en voz baja para mí mismo.Disfrutaba al manejar de los podcasts que había programado para que me acompañarán durante el viaje, sin embargo no pude quitarme de la mente la camioneta blanca de la SEMEFO. De manera inconsciente iba buscándola en cada curva. Transcurrió una media hora más aproximadamente, por lo que supuse que tal vez hacían un traslado o quizá el personal regresaba a casa, un rato, antes de tener que recoger otro muertito. Pero no. De repente, en un tramo recto tuve que bajar la velocidad. Estaba despedazado un coche, cuál escena de película: un par de cuerpos descansaban sobre el helado asfalto serenado con la brisa del mar que fue testigo del accidente. Era una mañana fría, supongo que por eso estaban cubiertos. Iban. Venían. No lo sé. No llegaron a su destino, pero su destino sí los alcanzó a ellos. Aún me restaban 70-80 minutos de viaje y mi mente decidió no dejarlos sobre el camino. Así que esa imagen, pero más aún, las posibles historias alrededor de ellos, fungieron de copilotos.Todo ese tiempo no dejé de llorar. No lloraba a moco tendido, en un llanto sin control y doloroso, no. Simplemente no paraban de salir lágrimas de diferentes tamaños, intensidades y ciclos de lavado. El flotador de mis glándulas lagrimales se quedó pegado. Si bien no soy navideño, tal vez quienes fallecieron sí lo eran. O su familia. Sus amigos. Pero al final de toda posibilidad y como única certeza, ellos ya no estaban más en este plano. Quienes los esperaban, quienes recién habían estado con ellos, quienes los conocían, ellos iban a pasar una de las peores navidades de sus vidas —sino la peor—; eso hizo que me abrumara. Ayer lloré. Recordé por un instante esa fría mañana navideña. Hoy lo vacío aquí para liberarme de esa pena y la diluyo con la actual y mucho hielo. Pero tú lo lees casi dos meses después. Estaba en mi cueva cuando me avisaron que una persona con la que había convivido apenas unos días atrás, tuvo un accidente de carretera y no sobrevivió —junto con otra persona más—. Él —ellos— trabajaba en un proyecto que lo tenía muy emocionado y que sólo seguiría afianzando su larga trayectoria artística. Conviví con él algunas horas a lo largo de tres-cuatro días. Pero su impacto en mí le alcanzó para que su partida me partiera. Sus palabras, sus mensajes, sus consejos, su pasión, su energía. Lo sé, todos los muertos son buenas personas. —¡Ay, tan bueno que era! No quiero caer en ese cliché. Pero lo que le conocí, lo que le escuché, lo que le aprendí, se me quedó muy grabado.Reflexionando de manera póstuma, me doy cuenta que fui uno de los últimos que recibieron sus enseñanzas en ese pequeño e íntimo taller, el último que impartió. Lo efímero de nuestro paso en este mundo, lo breve de nuestras vidas, lo repentino de las partidas, todo eso hace que lo que él me dejó, se impregne con mayor intensidad. Como un tatuaje. Incluso raya en obligación. Me siento obligado a crear, ejecutar, liberar y dejar de perder el tiempo antes de que sea yo quien parta. Me gusta La Muerte, pero no la muerte.Todos los derechos reservados © 2022 Juan Carlos Pelayo Santos